Crisis de Kaliningrado

Kaliningrado fue por mucho tiempo una doble periferia, despreciada tanto por Rusia como por Europa. Era estratégica, pero no servía a los propósitos de nadie. Terminó siendo un empate de la Guerra Fría. Territorio ruso en la costa báltica europea donde la más mínima desestabilización podía desatar la tan temida contienda nuclear. Podía albergar armas, barcos y espías, pero no entrar en acción. El menor peso hacía perder el equilibrio. Nadie se atrevió a ir más allá y este enclave de 15.000 kilómetros cuadrados habitado por un millón de personas, quedó como una oscura cuarta república Báltica, donde tenía más peso la Iglesia Ortodoxa de Moscú que Stalin.

Los Caballeros Teutónicos cristianos la fundaron en el 1200 con el nombre de Königsberg. Muy pronto se convirtió en muy preciado único puerto del Báltico que no se congela durante el invierno. Tres siglos más tarde, terminó siendo parte del Imperio de Prusia y posteriormente de Alemania. Entre 1871 y 1945, la región estuvo sucesivamente bajo el control del Imperio alemán, la República de Weimar y la Alemania nazi. Por el Acuerdo de Yalta, tras la derrota alemana, Königsberg quedó dentro de la órbita soviética. Pasó a ser el oblast (región) 47 de la Unión Soviética y bautizada como Kaliningrado en honor al revolucionario bolchevique Mijail Kalinin.

Con la disolución de la Unión Soviética y la independencia de Lituania y Bielorrusia en 1991, este enclave se mantuvo como parte de la Federación Rusa. Hubo algunos amagues de insurrección, pero el Kremlin utilizó todas sus artimañas para que nada sucediera. También enterró los sueños de los que querían convertirla en «la Hong Kong del Báltico». Un país, un sistema, dijeron desde Moscú. Hasta que Vladimir Putin descubrió sus veleidades de conquistador y sucesor de Pedro el Grande.

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